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“Nunca antes fue tan necesaria la filosofía para saber distinguir entre lo bueno, lo deseable y lo prescindible”

¿Cómo se nos manipula emocionalmente en la actualidad? ¿Qué supone el uso de las pantallas en las aulas? El filósofo Carlos Javier González Serrano responde a estas y más cuestiones presentes en su libro ‘Una filosofía de la resistencia’.

Fuente:https://www.educaciontrespuntocero.com/entrevistas/carlos-javier-gonzalez/


En su primer ensayo divulgativo “Una filosofía de la resistencia. Pensar y actuar contra la manipulación emocional” (Destino), el profesor de Filosofía y Psicología y orientador en Bachillerato Carlos Javier González Serrano (Madrid, 1985) indaga en los orígenes y consecuencias de la manipulación emocional a la que nos vemos sometidos con el fin de impedir el cuestionamiento del orden vigente. Alerta de que la ideología de la autoayuda, la resiliencia y el coaching nos bombardea constantemente con invitaciones a gestionar nuestras emociones para permanecer como si nada en un mundo inhabitable. A lo largo de sus páginas constata el peligro que entrañan el tipo de mensajes derivados del “si quieres, puedes”: los intentos de salvaciones individuales a problemas que son colectivos tratan de impedir la lucha política. Contra el olvido de lo común, propone una filosofía de la resistencia que recupere para los sujetos su propia agencia y decisión, empezando por la reeducación del deseo y la emancipación de la capacidad de atención.


Pregunta: A lo largo del ensayo hace referencia a tu labor como docente. ¿Qué ha visto en el aula que le haya hecho entender la necesidad de un libro como este?
Respuesta: Durante estos años me ha parecido detectar, sobre todo, un creciente cuestionamiento por parte del estudiantado sobre el sentido de estar en el colegio o en el instituto. Parecen preguntarse, tanto en edades preadolescentes, adolescentes y en periodo de juventud, ya en la universidad, cuál es la finalidad de saber. Y esto, me parece, es un síntoma que señala hacia razones sistémicas que estamos pasando por alto. Sobre todo, la referida a la merma en la capacidad atencional. Quien no quiere o no puede prestar atención, y no digo en clase, sino en cualquier ámbito de la vida, no puede tomar nada en serio, y lo que es más grave, no puede considerar nada realmente valioso.
Nos enamoramos porque no podemos dejar de prestar atención a quien amamos; leemos un libro porque no podemos dejar de prestar atención a lo que nos cuenta; investigamos sobre algún asunto porque no podemos dejar de prestar atención a aquello que nos suscita curiosidad. Nuestros jóvenes, al contrario, viven inmersos en una vorágine de insipidez y de intrascendencia en la que no necesitan prestar atención continuada y perseverante a nada en absoluto: el scrolling infinito se ha convertido en la manera no de ver el mundo, sino de existirlo. Todo es igualmente irrelevante, todo es igualmente prescindible. Esto encierra consecuencias desastrosas en términos emocionales: “si nada tiene sentido porque todo pasa, porque todo es efímero y banal, mi vida tampoco la tiene”. Este es el modo de pensar implícito de muchos jóvenes. Es urgente centrar hoy la educación y la docencia en la reeducación de nuestro deseo, en aprender y enseñar a saber dirigirlo. Nos hemos despojado del dominio de nuestro deseo y, con ello, de nuestra capacidad para elegir, para decidir libremente.
"El scrolling infinito se ha convertido en la manera no de ver el mundo, sino de existirlo"
Carlos Javier González
P: ¿Qué opina de los influencers en redes sociales como el ‘fenómeno Llados’ y su efecto sobre la juventud?
R: Los adultos pecamos en muchas ocasiones al infantilizar a la población adolescente y joven. En términos kantianos, los hacemos ‘menores de edad’, es decir, los convertimos en intelectualmente incompetentes, cuando sólo nos fijamos en sus actitudes y formas de pensar sin cuestionar nuestras propias actitudes y formas de pensar, las de los adultos. Somos nosotros quienes les hacemos verse en un determinado espejo, quienes los empujamos a que consideren deseable una cosa u otra. Desde este prisma, tendríamos que reflexionar individual y socialmente sobre qué objetos de deseo les estamos presentando como normalizados o, incluso, como apetecibles y buenos. Nunca antes fue tan necesaria la filosofía: sembrar las semillas necesarias para ponderar, cavilar y saber distinguir entre lo bueno, lo deseable y lo prescindible.
Ahora bien, no debemos incurrir en la necedad: sería un error pensar que no queremos encontrar las mejores condiciones de vida posibles, y eso incluye bonanza laboral y económica, salud e incluso relevancia social. ¿Por qué negar este salutífero individualismo que en muchas ocasiones nos conduce a prosperar y a superar diversas barreras? El error fundamental, que se fomenta desde diversos promontorios políticos y económicos, es el de aceptar acríticamente el imperativo de la independencia y la atomización, es decir, olvidar que vivimos en comunidad y, como contraparte, convencerse de que mi bienestar está por encima del bienestar de los demás.
El caso de estos influencers, tan poco elegantes y que tan poco positivo enseñan a nuestros chavales, responde a este mandato social de salvarse a uno mismo al margen del tejido social. En cualquier caso, y como señalo en mi libro, el tema central es la crisis de nuestro deseo. Estoy seguro de que cualquier adolescente (es más, cualquier adulto) de un barrio popular haría lo mismo si tuviera varios millones de euros en el banco: estar sentado o tumbado durante horas delante de una pantalla. Querer prosperar o bregar, lo sabemos en términos biológicos y existenciales, no es el problema. El meollo del asunto reside en reflexionar en qué ha quedado convertido nuestro deseo y hacia qué metas nos lo están dirigiendo. Hoy el negocio reside en los mercados conductuales: en el direccionamiento de nuestro deseo.
P: En su libro habla de la ‘dictadura felicifoide’. ¿Qué es exactamente?
R: Significa entender la felicidad como un producto de consumo más que podemos alcanzar a través de la lectura del último libro de autoayuda, mediante un curso de mindfulness o con la adquisición de un coche de lujo. La felicidad, de ser algo, no es un bien, no es un producto de consumo, sino un proceso, un camino, un tránsito que encierra claroscuros. El hecho de comprender la felicidad como un producto, como un artículo con el que mercadear, genera individuos frustrados que, de no alcanzar el bien que desean, sucumben emocionalmente, víctimas de una manipulación emocional orquestada desde el marketing: “consumir te hará libre” es el eslogan del sujeto contemporáneo, del ‘homo consumens’ en el que nos han transformado.
Por otro lado, esta ‘dictadura felicifoide’ nos insta a ser felices aun cuando nuestras condiciones de vida resulten insoportables. Desde diversas instancias -tanto económicas como políticas, pero también desde todo el aparataje del coaching emocional (adaptación, resiliencia), propio de gurús que se enriquecen a costa de nuestras miserias afectivas-, se nos empuja a ser felices porque “eres dueño de tu destino”, porque “si quieres, puedes”, porque “si lo sueñas con fuerza, lo conseguirás”. Con ello, y de manera inconsciente, se carga al individuo con una pérfida responsabilidad que lo estigmatiza, puesto que de no llegar a ser feliz es por su culpa, es porque no está haciendo las cosas bien (entiéndase ‘bien’ como mera adaptación a las exigencias productivas de la cultura contemporánea).
P: ¿Cómo se nos manipula emocionalmente?
R: Haciéndonos creer que somos los eternos dueños de las condiciones materiales de nuestra vida. Desde hace un par de décadas, hemos pasado de ser trabajadores asalariados a transmutarnos en ‘empresarios de nosotros mismos’. Si fracasas, es decir, si no logras salir adelante en la sociedad contemporánea, es porque tú has querido fracasar, es porque no has sabido aprovechar las oportunidades que el sistema productivo te ofrece. De esta forma se producen en cadena individuos frustrados, tristes y aislados que sólo tienen tiempo para entretenerse delante de sus pantallas, para no sucumbir ante el pensamiento de que han naufragado por no haber sabido explotar el inmenso océano de oportunidades que se le brindan para poder prosperar.
"La ‘dictadura felicifoide’ nos insta a ser felices aun cuando nuestras condiciones de vida resulten insoportables"
Carlos Javier González
P: En el libro señala cómo se nos invita a ver el vaso medio lleno para impedir que nos preguntemos: ¿quién o qué nos vacía el vaso?
R: El pesimismo suele tener mala prensa, pero, como he defendido en numerosos foros, un salutífero pensar pesimista puede ponernos en la senda del cuestionamiento, de la interrogación ante lo dado e institucionalizado. El pesimismo nos sacude ante la idea de que es imposible que seamos de otra forma de como somos. Ahora bien, un pesimista no es un inmovilista, no es un apesadumbrado sujeto que rinde sus armas ante lo inevitable. Justamente porque el pesimista sabe que todo está perdido, intenta hacer del escenario humano un lugar más habitable, a sabiendas de que todos, sin excepción, sufrimos a lo largo de nuestra vida.
Defiendo y propugno lo que me gusta llamar un pesimismo de la acción. Parto de la premisa antropológico-biológica del natural egoísmo e interés del ser humano, de su inherente instinto de conservación que lo conduce a buscar las mejores condiciones para su vida. Ahora bien, el pesimista esperanzado, el pesimista salutífero, consciente de este supuesto, lejos de elevarlo a condición para torturar a los demás lo convierte en el punto de partida para no sumar más sufrimiento a la vida de los otros. Porque, como escribió María Zambrano en una expresión que siempre repito, somos ‘soledades en convivencia’. En definitiva, el pesimista de la acción pregunta quién tiene tanto interés institucional en que veamos todo rebosante, todo tan lleno de oportunidades para explotar, cuando, quizá, lo que deberíamos preguntarnos es quién está impidiendo que se dé la justicia social, una mayor equidad y, sobre todo, quién está evitando deliberadamente que nos observemos y sintamos con más empatía, con menos suspicacia. El optimismo enfermizo de nuestro sistema productivo nos convierte en contendientes beligerantes que exacerban nuestros instintos biológicos.
P: ¿Qué efectos diría que tiene la velocidad en nuestra subjetividad?
R: La aceleración de todos los procesos de la vida, y la normalización de la rapidez en nuestra existencia, tiene como cometido que no podamos pensar. Como siempre defiendo, y esto es una máxima neurocientífica, un cerebro que se acostumbra a una rapidez no funcional, es decir, a una rapidez que excede sus capacidades cognitivas, no está preparado para actuar responsablemente, sino que simplemente reacciona. En este sentido, la velocidad nos expone a la radicalidad y a la polarización, nos hace caer en la imposibilidad de poder elegir con libertad. Esta apremiante urgencia es usada sin decoro y con vileza por empresas y partidos políticos para obligarnos a decantarnos por opciones vitales que no escogemos conscientemente.
P: ¿Por qué no es rentable cuestionar el sufrimiento?
R: Existe una silente y monstruosa industria que se lucra con nuestro sufrimiento. Pero también, y en general, con nuestra vulnerabilidad y con la incertidumbre. Nos invitan a medir nuestras constantes vitales o a contratar seguros de vida para sentirnos seguros; a protocolizar nuestra vida sin hacernos cargo del cuidado mutuo. La cuestión que deberíamos lanzarnos es por qué nos están invitando, desde el negocio de la autoayuda y del coaching emocional, a adaptarnos continua y obligatoriamente a condiciones inhabitables en lugar de cuestionarnos qué podríamos hacer para cambiar nuestras condiciones de vida.
P: Cada vez nos vemos con mayores complicaciones para dirigir con libertad nuestra atención, ¿a qué se debe? ¿Es reversible?
R: No hay nadie que no sea consciente de nuestra situación de dependencia estimular respecto a las tecnologías digitales y, sin embargo, no hacemos nada por solucionarlo. Quedar sometidos a los imperativos de las notificaciones y del ruido constante es una decisión hasta cierto punto individual: no podemos elegir lo que deseamos (es decir, a qué estímulos estamos expuestos: dársenas de autobuses, pantallas en la ciudad, anuncios, etc.), pero sí podemos escoger qué hacemos con esos deseos. No se trata, en un ejercicio pseudomístico o ascético, de acallar nuestra voluntad (el deseo es un importante alimento de nuestra vida); se trata más bien de aprender a dirigir esa voluntad, de manera que no esté teledirigida por los mercados conductuales de los algoritmos y de la publicidad. Cada vez que nos encontramos ante nosotros mismos deseando algo sería muy provechoso en términos éticos preguntarnos cómo ha llegado ese deseo a nuestra consciencia. Se trata de una cuestión netamente filosófica: es más que posible que no podamos negar nuestro querer, nuestra voluntad, pero sí podemos elegir qué hacer con nuestro deseo. Ahora bien, ¿estamos dispuestos a hacer esta reflexión?
P: ¿Qué efectos tiene la hiperestimulación a la que nos vemos sometidos?
R: El ruido es una de las máximas de nuestro tiempo. Se ha normalizado entre nuestros jóvenes la costumbre de tener siempre a mano los auriculares inalámbricos, con los que podemos introducirnos en nuestra esfera privada, customizada y personalizada, olvidándonos de la esfera comunitaria. Este ruido y la consiguiente hiperestimulación nos hace centrarnos y concentrarnos en nuestros universos privados sin que podamos llegar a comprender que la interdependencia y la intersubjetividad son las condiciones para intentar cambiar nuestro mundo y hacerlo más habitable, menos sujeto a malestares que nos acechan por todas partes.
P: ¿Qué supone el uso de pantallas en las aulas?
R: No entiendo ni quiero entender el oficio de la docencia como un ejercicio meramente técnico o administrativo en el que se exponen ciertos contenidos curriculares al alumnado. Nadie duda de que un buen desempeño pedagógico es importante para poder transmitir de manera adecuada los conocimientos propios de nuestras materias, pero en mi opinión la labor del profesorado no se queda -ni debe quedarse- en la mera transmisión de información. Todo entorno escolar o educativo está impregnado emocionalmente, y ningún profesor es ajeno a esta circunstancia, aunque sí pueda obviarlo. Cada edad y cada grupo encierra una tintura afectiva determinada, unas peculiaridades idiosincráticas (intelectuales y emocionales), y esto varía incluso cada día, cada hora. En este sentido, y más aún en edades adolescentes (aunque también sucede en la universidad), un docente ha de hacerse cargo del componente irrenunciablemente emocional que encierra el acto de dar clase.
Por eso, antes de comenzar a hablar, siempre observo cómo se encuentran los estudiantes. No son necesarios más de diez o quince segundos para mirar sus caras, para comprobar cómo se están relacionando ese día y en ese momento determinados entre ellos, para saber, en definitiva, cuál es el clima del grupo, el ecosistema en el que se desarrollará la clase. Un docente ha de ser también y sobre todo un buen observador. Los mejores profesores y de los que más he aprendido en mi carrera docente son aquellos que saben (y quieren, sobre todo quieren) adaptar los contenidos curriculares a ese clima particular, a ese momento determinado en el que se habita en el aula. El profesorado no puede convertirse en un competidor de las nuevas tecnologías y de la tecnología digital. No podemos estar supeditados al imperativo de la ludificación y de la gamificación, nuevos estandartes de un tipo de pedagogía que se alía con el Establishment hipermoderno. El aula debe ser el espacio -que podríamos catalogar como sagrado, en tanto que allí se da lo único, lo singular, lo misterioso- donde el estudiante se encuentra con el asombro de conocer lo que desconocía. No podemos caer en la ingenuidad o en un dogmático neoludismo, pero sí debemos ser conscientes de que cuando las pantallas hacen su aparición, todo lo demás desaparece, en tanto que la pantalla nos es presentada como un acceso privilegiado y omnímodo a la realidad. El aula es un lugar de congregación, de encuentro, incluso un espacio ritual, donde no sólo se aprenden contenidos académicos, sino donde socializamos, nos relacionamos, donde habitamos y aprendemos a vivir en comunidad. No podemos permitir que las pantallas se apoderen de un escenario destinado a aprender a vivir… salvo si queremos que vivir se convierta en un perverso relacionarnos con las pantallas.
"La filosofía es más necesaria que nunca en los programas curriculares de la enseñanza media en colegios e institutos"
Carlos Javier González
P: ¿Qué es el ‘sujeto sedado’?
R: Propongo la noción de ‘sujeto sedado’ para ir más allá del sujeto narcotizado propio de las sociedades modernas. La narcotización consiste en ser abducidos por las dinámicas propias de la tecnología digital (rapidez, eficacia, inmediatez). De este proceso narcótico se puede despertar. Sin embargo, la sedación intelectual y emocional va más allá: se trata de la asunción del individuo de tales dinámicas digitales y, más allá, de una actitud reaccionaria que impide salir del bucle digital. El sujeto sedado es quien se niega a considerar la posibilidad de eludir o cuestionar los dictámenes del nuevo régimen emocional totalitario, es quien se encuentra acomodado bajo las exigencias del escenario digital, y además lo defiende como algo intrínsecamente bueno y deseable: entretenimiento siempre a la mano, continua disponibilidad del individuo (notificaciones, alertas, protocolización de la existencia), aceleración de los procesos, atención dispersa, fluidez y rechazo de todo impedimento que conduzca a la satisfacción de cualquier deseo que se nos ponga por delante.
Por eso la filosofía es más necesaria que nunca en los programas curriculares de la enseñanza media en colegios e institutos, para que, a través del estudio de la historia del pensamiento y de dinámicas docentes de cuestionamiento de los paradigmas más comunes y asentados, tengamos la oportunidad de poner en entredicho con los más jóvenes todo cuanto nos presentan como normalizado y normativizado. Todo cuanto nos presentan como inevitable (esta es la letanía del sujeto sedado: “no lo podemos evitar, tenemos que adaptarnos”). Al contrario, el proceder filosófico, si se toma en serio académica y vitalmente, tiene que ver con la duda, no con la certeza; tiene que ver con el contradogmatismo, no con la servil acomodación; la filosofía tiene que ver, en definitiva -en expresión de Antonio Machado, pero también de Heráclito-, con saber despertar.
P: ¿Cómo propone reeducar nuestro deseo?
R: Sobre todo, y en palabras de Aristóteles, acogiendo nuevos hábitos, nuevas costumbres. Nuestras vidas se configuran a partir de la configuración de ciertos modos asumidos de existir. Nos hemos acostumbrado a lapsos temporales muy cortos entre la aparición de nuestro deseo y su satisfacción (quiero un libro y, en lugar de ir a pasear a una librería e impregnarme del ambiente de mi ciudad, de compartir gustos con otros lectores o conversar con mi librero o librera, lo pedimos por Amazon y en cuestión de horas lo tenemos en nuestro domicilio; quiero un amante, y en vez de intentar desarrollar nexos significativos y exponernos a la incertidumbre de las relaciones humanas, empleamos aplicaciones de citas que no nos comprometen, que sin más nos dan rápida y asépticamente lo que necesitamos en un momento determinado).
El deseo se reeduca, en primer lugar, siendo conscientes de que somos nosotros quienes debemos decidir, quienes tenemos que elegir. Y que en ello nos va la vida. Nuestra vida (salvo si queremos que deje de ser ‘nuestra’ para ser absorbida por diversos intereses económicos y políticos). Quedar expuestos a la hiperestimulación constante esconde el hecho, muchas veces obviado (por normalizado), de que es la apremiante necesidad de posicionarnos la que escoge por nosotros. Son los algoritmos y la maquinaria publicitaria los que se han adueñado de nuestra capacidad para elegir. La libertad se juega hoy en saber crear la distancia apropiada, el espacio necesario, entre los múltiples ofrecimientos de la cultura hiperacelerada.
P: ¿Es realmente posible una resistencia? ¿Qué exigencias plantea?
R: Por supuesto que es posible, siempre y cuando estemos dispuestos a compartir, como decían los griegos, con parresía, es decir, con verdad, nuestros malestares con nuestros semejantes. La crisis del deseo que he mencionado está estrictamente relacionada con un ocultamiento deliberado de nuestros malestares, con un seguir hacia delante sin confesarnos mutuamente todo aquello que nos turba e inquieta. Acostumbrados a la dictadura silenciosa (que nos transforma en seres silentes) de la adaptación, hemos acogido como algo normal una actitud privatista que nos convierte en sujetos conectados pero no en comunidad. Compartimos estados emocionales en redes sociales, pero no hablamos de lo que nos inquieta para intentar solucionarlo. La resistencia que defiendo tiene que ver con intercambiar palabras veraces para poder darnos cuenta de que somos individuos interconectados, que se necesitan los unos a los otros. La auténtica resistencia se ejerce en el verbo compartido, en la palabra intersubjetiva y, en última instancia, en un pensar alegre que nos aleja de la tristeza y del aislamiento de un permanecer solos en nuestras esferas privadas.