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El Valor de Educar. Fernando Savater

Cada vez que se mencionan las grandes inquietudes de nuestro tiempo -el racismo, la intolerancia, la violencia, el abuso de drogas, etc.- se llega a la misma conclusión: son temas que deben afrontarse desde la escuela. Pero también sabemos que en casi todos los países se habla de crisis de la educación y reina el desconcierto entre los profesores, los padres y los propios alumnos ...

Autor:Fernando Savater Editorial: Ariel, S. A. Categoria:DOCENTES


A GUISA DE PRÓLOGO
Carta a la maestra
Permíteme, querida amiga, que inicie este libro dirigiéndome a ti para rendirte
tributo de admiración y para encomendarte el destino de estas páginas. Te llamo
«amiga» y bien puedes ser desde luego «amigo», pues a todos y cada uno de los
maestros me refiero: pero optar por el femenino en esta ocasión es algo más que hacer
un guiño a lo políticamente correcto. Primero, porque en este país la enseñanza
elemental suele estar mayoritariamente a cargo del sexo femenino (al menos tal es mi
impresión: humillo la cerviz si las estadísticas me desmienten); segundo, por una razón
íntima que queda aclarada suficientemente con la dedicatoria de la obra y que quizá
subyace, como ofrenda de amor, al propósito mismo de escribirla.
En lo tocante a la admiración, tampoco hay pretensión de halago oportunista. Vaya
por delante que tengo a maestras y maestros por el gremio más necesario, más esforzado
y generoso, más civilizador de cuantos trabajamos para cubrir las demandas de un
Estado democrático.
Entre los baremos básicos que pueden señalarse para calibrar el desarrollo
humanista de una sociedad, el primero es a mi juicio el trato y la consideración que
brinda a sus maestros (el segundo puede ser su sistema penitenciario, que tanto tiene
que ver como reverso oscuro con el funcionamiento del anterior). En la España del
pasado reciente, por ejemplo, los republicanos progresistas convirtieron a los maestros
en protagonistas de la regeneración social que intentaban llevar a cabo, por lo que,
consecuentemente, la represión franquista se cebó especialmente con ellos,
diezmándolos, para luego imponer la aberrante mitología pseudoeducativa que ha
reflejado con tanta gracia Andrés Sopeña en su libro El florido pensil.
Actualmente coexiste en este país —y creo que el fenómeno no es una exclusiva
hispánica— el hábito de señalar la escuela como correctora necesaria de todos los vicios
e insuficiencias culturales con la condescendiente minusvaloración del papel social de
maestras y maestros. ¿Que se habla de la violencia juvenil, de la drogadicción, de la
decadencia de la lectura, del retorno de actitudes racistas, etc.? Inmediatamente salta el
diagnóstico que sitúa —desde luego no sin fundamento— en la escuela el campo de
batalla oportuno para prevenir males que más tarde es ya dificilísimo erradicar.
Cualquiera diría por lo tanto que los encargados de esa primera enseñanza de tan radical
importancia son los profesionales a cuya preparación se dedica más celo institucional,
los mejor remunerados y aquellos que merecen la máxima audiencia en los medios de
comunicación. Como bien sabemos, no es así. La opinión popular (paradójicamente
sostenida por las mismas personas convencidas de que sin una buena escuela no puede
haber más que una malísima sociedad) da por supuesto que a maestro no se dedica sino
quien es incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una carrera
universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de ser —¡así son las cosas,
qué le vamos a hacer!— necesariamente ínfima. Incluso existe en España ese
dicharacho aterrador de «pasar más hambre que un maestro de escuela»… En los
talking-shows televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a un maestro:
¡para qué, pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestos ministeriales, aunque de vez
en cuando se habla retóricamente de dignificar el magisterio (un poco con cierto tonillo
entre paternal y caritativo), las mayores inversiones se da por hecho que deben ser para
la enseñanza superior. Claro, la enseñanza superior debe contar con más recursos que la
enseñanza… ¿inferior?
Todo esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son algo así
como «fracasados» deberían concluir entonces que la sociedad democrática en que
vivimos es también un fracaso. Porque todos los demás que intentamos formar a los
ciudadanos e ilustrarlos, cuantos apelamos al desarrollo de la investigación científica, la
creación artística o el debate racional de las cuestiones públicas dependemos
necesariamente del trabajo previo de los maestros. ¿Qué somos los catedráticos de
universidad, los periodistas, los artistas y escritores, incluso los políticos conscientes,
más que maestros de segunda que nada o muy poco podemos si no han realizado bien
su tarea los primeros maestros, que deben prepararnos la clientela? Y ante todo tienen
que prepararlos para que disfruten de la conquista cultural por excelencia, el sistema
mismo de convivencia democrática, que debe ser algo más que un conjunto de
estrategias electorales…
En el campo educativo —ésta es una de las convicciones que sustentan este libro—
poco se habrá avanzado mientras la enseñanza básica no sea prioritaria en inversión de
recursos, en atención institucional y también como centro del interés público. Hay que
evitar el actual círculo vicioso, que lleva de la baja valoración de la tarea de los
maestros a su ascética remuneración, de ésta a su escaso prestigio social y por tanto a
que los docentes más capacitados huyan a niveles de enseñanza superior, lo que refuerza
los prejuicios que desvalorizan el magisterio, etc. Es un tema demasiado serio para que
lo abandonemos exclusivamente en manos de los políticos, que no se ocuparán de él si
no lo suponen de interés urgente para su provecho electoral: también aquí la sociedad
civil debe reclamar la iniciativa y convertir la escuela en «tema de moda» cuando llegue
la hora de pergeñar programas colectivos de futuro. Es preciso convencer a los políticos
de que sin una buena oferta escolar nunca lograrán el apoyo de los votantes. En caso
contrario, nadie podrá quejarse y no queda más que resignarse a lo peor o despotricar en
el vacío.
Por supuesto, también podemos confiar en que las individualidades bien dotadas se
las arreglarán para superar sus deficiencias educativas, como siempre ha ocurrido. Está
muy extendido cierto fatalismo que asume como un mal necesario que la enseñanza
escolar —salvo en sus aspectos más servilmente instrumentales— fracasa siempre. En
tal naufragio generalizado, cada cual sale a flote como puede. Un político amigo mío al
que confié mi obsesión por la importancia de la formación en los primeros años se
mostró escéptico: «a ti de pequeño te dieron una educación religiosa y ahora ya ves:
ateo perdido; no creo que las intenciones de los educadores cuenten finalmente mucho y
hasta pueden resultar contraproducentes». Este pesimismo educativo (complementado
por la fe optimista en que quienes lo merezcan se salvarán de un modo u otro) trae en su
apoyo aliados de lujo: ¿no fue el propio Freud quien aseguró en cierta ocasión que hay
tres tareas imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar? Sin embargo esta convicción
no impidió a Freud preferir el imposible gobierno inglés al de la Alemania nazi ni le
hizo renunciar a su tarea como psicoanalista e instructor de psicoanalistas.
Cont…

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